miércoles, 24 de octubre de 2007

El semblante del guerrero

Ayer, cuando el Emperador entro en mi tienda y me tendio un sobre lacrado con su sello, diciendo: 'Llevalo A Pergamo, entregaselo al General al mando, Licomenes', solo incline la cabeza, en segnal de asentimiento. Mi respeto por el Emperador era tal que no pense que pudiera equivocarse. Si habia decidido encomendar a un poeta un sobre lacrado para ser entregado casi doscientos kilometros mas alla, cuando fuera las aguas de encima de los cielos se derramaban, y las monturas raramente alcanzaban tales distancias, por algo seria. Asi que me vesti no con las telas con las que normalmente suelo bajar al Agora, sino con las vestidos del guerrero. Prepare la montura, que se movia con la disposicion del que algo sabe, y sali hacia Pergamo, donde esperaba llegar al caer la noche para entregar el sobre lacrado al general que mantenia a duras penas el sitio del ciudad. Las batallas se ganan a traves de decisiones riesgosas. El emperador debia saberlo. Asi que azuce mi montura como nunca lo habia hecho dejando la ciudad de Efeso bien temprano. Cabalgamos sin descanso y sin respiro hacia la ciudad de Esmirna, sin que fuera necesario siquiera detenerse en un abrevadero. Atravesamos la ciudad de Esmirna a galope tendido, justo antes de que el cielo descargara su ira. Y alli, ambos, montura y jinete, esperando, nos dimos cuenta que no alcanzariamos Pergamo. Entonces, como se contaria siglos despues en el libro VI del 'Collar de la Paloma', aparecio Jassmina, una preciosa muchacha morena que nos tendio su mano y nos ofrecio alojamiento. Sin duda era una enviada de Atenea; la que protege. Alli descansamos durante todo el dia, para salir temprano de nuevo, bajo el cielo encapotado. Aunque de nuevo Jupiter dejo caer el rayo, y abrio las compuertas de las aguas, esta vez, durante 70 km, tanto mi montura como yo resistimmos el envite. Estaba en juego la ciudad de Pergamo y no tanto la vana gloria. No eramos Filipides, ni mucho menos. Nuestras capacidades no eran para la guerra sino para la Oratoria y la Retorica. Bajo el diluvio, nos sentimos como Noe, casi supervivientes, y volamos a galope tendido hasta dejar a un lado el Egeo y encaminarnos hacia el interior, ya a cuarenta kilometros de la ciudad. En un gesto ingenuo, solte el pugno, en segnal de victoria, seguro de que hoy si que lo conseguiriamos. Un poeta no tiene la experiencia de un guerrero. Entonces la montura aflojo el paso, el viento azotaba de frente y apenas podia mantener el paso. Estaba agotada. A un trote ligero nos fuimos acercando, seguros de que lo conseguiriamos si ningun desfallecimiento final lo tiraba todo por la borda. Poco antes de la muralla de Pergamo, la montura dijo hasta aqui. Se detuvo, incapaz de seguir. Abrevamos durante unos instantes antes de reanudar la marcha. Entramos en la tienda del general, donde entregamos el sobre lacrado. Gracias, poeta, trae usted no solo la letra, sino el verdadero semblante del guerrero. Salimos a las caballerizas. La montura se dejo caer. Acaricie su crin hasta que se quedo dormida, jadeante. Yo me retire a mi tienda, donde en el mismo grado me senti agotado y victorioso, empapado y orgulloso.

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